Son muchos los pensamientos que vienen cuando escuchamos las noticias de la invasión de Ucrania.
En primer lugar, pienso en la tranquilidad de las terrazas de Paris cuando comenzó la invasión alemana de Checoslovaquia; la misma que se respira en nuestras calles, en las radios y en las televisiones. Cada vez me parece más normal ese contraste de guerra y de paz.
Acabo de visitar el metro de Estocolmo y me sorprendía de lo cuidado, agradable que estaba y la profundidad de sus túneles; y he entendido su funcionalidad cuando escucho las amenazas de Putin.
"El ataque ruso ha sido calificado de manual de guerra del siglo XXI". Se había dicho que este siglo sería el de la información y de la comunicación; pero no se dijo que esto sería utilizado militarmente y para controlar a las poblaciones. Aunque era de suponer conociendo el origen de Internet.
Estamos preocupados por parar la guerra, pero luego aparecen los intereses particulares, del día a día. Por ejemplo, se amenaza con retirar la posibilidad de hacer transferencias desde y hacia Rusia. Alemania e Italia ponen freno a esa decisión porque dependen fundamentalmente del gas ruso. Incluso, a nivel más particular ¿Qué pensará el ganadero aragonés que exporta carne a Rusia? ¿Podrás recibir el cobro de esas facturas que acaba de enviar a su comprador ruso?. A pesar de lo que diga la ministra Calviño.
O por otra parte, ¿qué importa la sostenibilidad a quien no tiene ni un lugar caliente para dormir a su hijo.? ¿Qué importa la gasolina que gaste el coche si lo que quiero es huir de la posibilidad de que me maten?
En resumen, estoy desolado por lo poco que avanza la humanidad. Las guerras como los movimientos migratorios han estado siempre presentes y sólo varia de lo cerca o lejos que las percibamos. Nos creíamos en un mundo que progresaba, que avanzaba hacia la comprensión internacional, hacia la inclusión, hacia la solidaridad; y en su lugar, las mezquindades y las miserias de una humanidad que no se merece este planeta.