Con permiso de Paco Goyanes, de librería Cálamo, doy difusión a su reflexión que comparto plenamente.
"Nada es –era-- tan íntimo, privado y natural que nuestras deposiciones. Medimos el transcurrir de nuestras vidas por los cambios fisiológicos que las afectan. Contundentes, sonoras y veloces en nuestra juventud. Modestas, dubitativas y reiteradas en nuestra madurez. La naturaleza sin domesticar, primigenia, libre. No existen –existían-- barreas, solo necesidad.
La sociedad moderna la consagró dotándonos de baños públicos y privados de libre uso y disfrute. Sin miedo a equivocarnos, podemos afirmar que la segunda mitad del siglo XX y el primer cuarto del XXI ha sido La Edad de Oro de las Letrinas. *
Siempre han existido intentos de control y limitación, pero convendrás conmigo que por más carteles que cuelguen, si tienes que colarte en un bar o restaurante, te cuelas. Los excusados de las grandes superficies lucen ostentosos, enormes catedrales. No hay Universidad, Ministerio, Ayuntamiento u Hospital que no ofrezca lavabos e inodoros. En nuestras casas los hacemos cómodos, curiosos e incluso letrados.
Pero de repente, sin previo aviso, a traición, el rico entramado de espacios, agua corriente, tuberías y cloacas que tan fácil nos hace la vida, comienza a tambalearse. Los fondos de inversión han puesto su mira en nuestros culos y braguetas. El capitalismo avanzado se ha percatado de que si pagamos por comer y beber, por estudiar y cuidar nuestra salud, por viajar y soñar, también podemos hacerlo por orinar y expulsar materias fecales. La “monetarización” de nuestras necesidades fisiológicas ha comenzado.
Para testarla se han fijado en nuestras hipermodernas estaciones de tren. En ellas, los urinarios han sido privatizados de manera aviesa y torticera. Como por arte de magia, los públicos han sido cerrados, eliminados, olvidados. Los sustituyen otros asépticos, pulcros, higiénicos y burgueses a euro la deposición. Un barrera metálica, una ranura para las monedas, un lugar para las tarjetas, unos pajaritos que pían en cada cubículo y una señora de mediana edad –siempre latina—que limpia, fija y da esplendor.
Antaño las estaciones de ferrocarril eran refugio de bebedores y estudiantes noctámbulos. Un sitio en el que tomar la última copa. Eran también lugares seguros en los que los desheredados de la tierra, los pobres de solemnidad, podían dormir bajo techo, asearse y aliviar sus necesidades fisiológicas. Primero fueron las empresas de seguridad, esa especie de Gestapo al mejor postor que reina entre los vagones. Ahora las cancelas de los váteres. Si puedes, paga. Si no puedes, búscate una tapia, desgraciado. En España nos encanta expulsar a los diferentes y a los pobres, es una tradición.
Lo que oyes en los váteres privados de las estaciones no son jilgueros: son crías de buitres".