Mi padre era ferroviario. Aunque tenía la rimbombante denominación de "capataz de maniobras", su cuadrilla eran los vagones que debía clasificar. La automatización era inexistente, por lo que una locomotora (tractor) lanzaba el vagón que había sido desenganchado de su grupo para que con la inercia del empujón fuera conducido al ramal de vía que le correspondía. Y así, uno tras otro: desengancha, coloca correctamente el cambio de vía y sube al vagón para activar el freno si la velocidad era más alta de la adecuada, baja y sube, sube y baja. Trabajo muy duro que se endurecía cuando había que trabajar domingos y fechas señaladas como Navidad o Año Nuevo.
Mi padre me llevaba a ver su trabajo y a punto estuve de continuar la tradición familiar, si no llego a suspender unas oposiciones a las que me presenté para ser factor de Renfe. Pero a lo largo de mi vida, me he entretenido con mis hijos viendo pasar los trenes por estaciones a las que acudíamos solo para verlos pasar.
Podría contar muchas anécdotas con los trenes como protagonista pero elegiré una que recuerdo bien a pesar de que han pasado más de cincuenta años:
Viajaba en el tren correo Zaragoza-Madrid (esos que paraban en todas las estaciones y que llevaban varios vagones de pasajeros de primera, segunda y tercera clase) en compañía de mis dos hermanas y de mi cuñada nos dirigíamos al pueblo de mi padre.
Al llegar a Arcos de Jalón, una estación muy importante a medio camino, dónde estaba previsto una larga parada. Era verano y hacia mucho calor. Así que mi hermana Aurea, 16 años, propuso ir a por agua a la fuente del pueblo ya que ella conocía ese pueblo por haber estado en casa de unos parientes y sabía que la fuente estaba cerca de la estación. Así que, ella y yo mismo (10 años) bajamos del tren y salimos de la estación a llenar las botellas de agua. A la vuelta, oímos un silbido, corrimos pero el tren ya estaba partiendo.
El jefe de estación estaba con su banderín, pero nos dijo que "no pienso parar el tren". El tren se marchaba pero, de repente, a lo lejos vimos como se paraba. Alguien había accionado el freno de alarma. Entonces, el jefe de estación nos cogió la botella y corrió con nosotros hasta el tren. Subir hasta el vagón no era fácil porque la altura del estribo no estaba hecha para subir sin andén. Lo hicimos en el último vagón y el tren reemprendió la marcha. Pasando hacia nuestro compartimento, algunos pasajeros nos preguntaban con sorna si pensábamos bajar en la siguiente estación a coger agua. Pero la siguiente estación donde nos bajamos fue Sigüenza que era la que nos correspondía.
Ahora, viajar de Zaragoza a Madrid en una hora y treinta minutos no da tiempo para muchas anécdotas.
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