domingo, 5 de agosto de 2018

Las caras de la vida

5/agosto/2018
Después de conseguir levantar a los adolescentes antes de la hora establecida para el check-out, nos dirigimos a tomar el bus hacia Oxford que lo denominan Oxford-tube porque hacer 70 kms en 70 minutos haciendo paradas no es sencillo.

Los adolescentes se quedan en su curso y el propio me despide con cajas destempladas (hacia tiempo que no usaba esta expresión, pero es la que mejor describe la despedida). Parece que las necesidades emotivas de los padres no cuentan para los hijos que reclaman dinero, caricias y apoyo cuando lo necesitan.

Comienza mi aventura en un país anglosajón con un dominio de la lengua “non so good”, traducido al español: malo. Pero me acerco a la ciudad en un bus. Es mediodía y consigo reparar fuerzas con un sandwich de atún. Google Maps dice que mi hotel está a cinco kilómetros. No es mucho. Pero no tiene en consideración los 30 grados Celsius de temperatura. Afortunadamente, el camino está en su mayor parte sombreado.

La llegada al hotel me reserva esas casualidades de la vida. La joven recepcionista me comenta que es española de Sigüenza, el pueblo de mi abuelos paternos.

Después de una ducha reparadora, he vuelto a Oxford donde las masas de turistas y de estudiantes abandonaban el centro de la ciudad ya que los lugares de culto turístico cierran a las 16:30. Eso me permite gozar de una birra junto a uno de los brazos del río, y cenar en un pub donde me atiende un camarero de Toledo.

Dos pintas de birra y una cena copiosa, me invitan a caminar en una ciudad que en el anochecer hace desaparecer a los turistas y estudiantes y cede su lugar a los jóvenes y numerosos homeless con su aspecto de dejadez y abandono.

Yo soy turista y me espera una espaciosa cama con las sábanas limpias.

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